Fragmentos de Sarlo B, La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas,
Capítulo 1 “Cabezas rapadas y cintas argentinas”, Buenos Aires, Ed. Ariel,
1998, pp. 11-92
Cuenta Rosa, directora de escuela a fines del siglo XIX
que:
“Nadie en mi casa, ni mi padre ni mi madre, pensaban que
yo iba a ser maestra. Desde muy chica trabajaba ayudando a mi padre en el
taller de sastrería: él cortaba, mi madre hacía los chalecos y los pantalones,
yo picaba las entretelas de la solapa. El (...) era el sastre de algunos
señores distinguidos, me parece, pero nosotros no lo veíamos nunca. Nosotros,
yo, a picar solapas. Claro, mi padre sabía que yo tenía que ir a la escuela
primaria y allí fui, primero a la escuela de una sola pieza, en este mismo
barrio (...) y después cuando mi hermano entró a primero inferior nos pasó a la
escuela más grande que quedaba a 20 cuadras (...) Allí aprendía y las maestras
casi no usaban el puntero. Rosita, me decía la directora, “vos sí que sos
aplicada y tenés buena memoria para los versos y los recitados y buena mano
para el dibujo”.
(...) Mi padre quería que yo me quedara picando solapas
en el taller porque eso era más barato que un aprendiz. Así estuve todo un año
picando solapas, lavando platos y hachando leña. Hasta que un día le dije: “¿ud
quiere que yo me quede toda la vida picando solapas? Yo quiero estudiar para
maestra y en la escuela me dijeron que dan una beca. Así que ud que conoce
tanta gente (pensaba en los clientes de mi padre) le puede pedir una
recomendación a alguno”
Y a Rosa le dieron la beca porque era muy buena alumna...
(...) Cuando ingresé a la escuela normal se me abrió un
mundo. Algunas profesoras y profesores eran señores distinguidos, que hablaban
muy bien y que nos recitaban poesías o contaban historias de las que yo no
tenía la menor idea: los egipcios, la mesopotamia, el renacimiento. Hasta la
historia argentina parecía diferente. Un profesor nos repartió libros de
distintos poetas. (...) incluso nos enseñaban francés, algo que yo pensaba que
sólo aprendían las chicas de buena familia. Allí aprendí a escribir
composiciones, siguiendo modelos literarios, caligrafía, dibujo lineal, hasta
cosmografía y química. (...)
Recuerdo que un profesor nos contó la historia de Los
novios de Manzoni y yo me conseguí ese libro. Fue la primera novela que leí en
mi vida. (...) en la escuela encontraba cosas que jamás se me habían pasado por
la cabeza antes, que nunca había soñado que pudieran existir. Ni mi padre ni mi
madre hablaban con nosotros de Europa, de los lugares de donde habían venido.
Para ellos era como si esos lugares hubieran dejado de existir. Mamá nunca
quería pasar por italiana, por eso se había olvidado del idioma y hablaba como
si hubiera nacido aquí. Entonces, el mundo empezó para mí en las clases de la
escuela normal (...) en casa no había libros, ni revistas, a veces algún
diario, pero nada más.
La escuela normal se había convertido en el mejor lugar
que había conocido hasta ese momento: iban chicas más finas que las que yo
trataba en el barrio, chicas de buena familia, algunas copetudas también. Pero
no eran tanto las compañeras como los profesores. Yo quería ser como esa gente.
Cuando empecé a trabajar como maestra me empecé a vestir bien, elegante y
sobria, como debía ser, pero a vestir a la altura del cargo que tenía.
Sinceramente, desde el principio quise ocupar un cargo de dirección, porque me
parecía que podía hacerlo mejor que las propias directoras que me tocaban a mí.
Y llega entonces Rosa a su primera escuela como
directora:
(...)Aquel era un
barrio pobre, con muchas familias que vivían en conventillos, medio
amontonados, todos en casa de inquilinato con pasillos largos, piezas que daban
a patios estrechos, lugares sin luz donde se comía, se cocinaba, se trabajaba y
se dormía, baños comunes, cocinas de brasero en la puerta de las piezas. Justo
enfrente de la escuela había dos conventillos donde la gente era bastante
pobre. (...) Había allí un poco de todo: italianos, algún vasco, sirios y
bastantes judíos o rusos, como les decían, todos muy pobres. (...) Barrios así,
de trabajo duro, yo conocía, me había criado en un descampado peor adonde no
llegaron hasta muy tarde los tranvías Lacroze, ni estaba tan cerca de una calle
de mucho tránsito como Warnes. No había nada allí que me resultara muy
diferente de lo que había conocido, excepto el hecho nuevo de que esa iba a ser
mi escuela.
Ese
primer día los chicos entraron a clase y yo salí de la escuela. Busqué una
peluquería, me acuerdo perfectamente de que el dueño se llamaba Don Miguel y le
pedí que con todos sus útiles de trabajo me acompañara a la escuela que yo me
hacía cargo de la mañana que iba a perder allí. En el segundo recreo, cuando
los chicos estaban todos en el patio, empecé a elegirlos uno por uno. Los hice
formar a un costado y esperé que tocara
la campana y los demás entraron a las aulas. No me acuerdo qué les dije a las
maestras. Era un día radiante. Le expliqué al peluquero que quería que les
cortase el pelo a todos los chicos que habían quedado en el patio, que el
trabajo se hacía bajo mi responsabilidad y que se lo iba a pagar yo misma. Don
Miguel trajo una silla de la portería, la puso a un costado, a la sombra, e
hizo pasar al primer chico. Tenían un susto horrible. Yo les dije entonces que
esa escuela iba a ser la escuela modelo del barrio, que teníamos que cuidarla
mucho, mantenerla limpia, tanto las aulas como los corredores y los baños. Y
que, en primer lugar, todos nosotros debíamos venir limpios y prolijos a la
escuela y que lo primero que teníamos que tener prolijo era la cabeza porque
allí andaban bichos muy asquerosos, que podían traerles enfermedades.
El
peluquero me miraba; el portero parado a mi lado ya había traído el escobillón,
todo estaba listo. En media hora los chicos estaban todos tusados. Una pelusa
fina flotaba sobre el patio, una pelusita dorada o marrón o negra, de mechones
que caían al piso y se separaban con el viento. Don Miguel trabajaba rápido,
aplicando la máquina cero a los cogotes y alrededor de las orejas, envolviendo
a cada chico con un movimiento de torero, en una gran toalla blanca que después
sacudía frente al escobillón del portero. Cuando terminaba con un chico le daba
una palmada en el hombro, yo me acercaba y lo llevaba hasta su salón de clase.
Después volvía al patio. Los varones ya estaban listos. A las mujeres, después
que despedí al peluquero les ordené que se soltaran las trenzas y les expliqué
cómo debían pasarse un peine fino todas las noches y todas las mañanas. Las
pelusas flotaban sobre las baldosas al sol. En el recreo siguiente, relucían
las cabezas rapaditas y a los chicos se les había pasado el susto. Todos iban a
recordar cómo los mechones de pelo daban vueltas como pompones esponjosos y
huecos sobre las baldosas del patio, al sol, mientras el portero los barría y
los chicos pegaban grititos. (...)
En 1922, el segundo año que yo dirigía la escuela, pensé
que como escuela nueva, debíamos hacer algo que nos distinguiera. De mi sueldo,
porque no había otra plata disponible, compré metros y metros de taffetas blanca
y celeste. Había que coserla uniendo los dos colores de manera tal que se
formara una larga cinta argentina. Por suerte, en casa no faltaba una máquina
de coser buena y yo sabía usarla como la mejor. Era una de esas viejas Singer a
pedal de gabinete laqueado e incrustaciones de marquetería. Me pasé varias
noches con mamá que sostenía la tela a la salida del pretil de la máquina. Un
trabajo prolijo y bien hecho porque las cintas tenían que poder verse de ambos
lados. Después corté tantas cintas, de unos quince centímetros de ancho y el
largo necesario como niñas y varones tenía en la escuela: iban a ser vinchas
para las niñas y moños para el cuello de los varones, la primera cinta que iban
a tener muchos de esos chicos, por supuesto. (...)
Esa mañana los chicos se prepararon, por primera vez,
especialmente: cada una de las niñas se puso su cinta celeste y blanca en la
cabeza y cada uno de los varones, su moño al cuello. Después salimos de la escuela
para ir al acto, que fue en la plaza de Belgrano, junto a la iglesia redonda.
De
lejos nos vieron llegar, bien formados y en orden, con los abanderados al
frente y las maestras vigilando las filas, jóvenes y discretas. Desde ese 25 de mayo, fuimos conocidos en todo el
distrito por los colores argentinos de las vinchas y los moños. Decía la gente:
¡Allí viene la escuela de Olaya! ¡Esa es la escuelita de la calle Olaya!”